
El susurro del calefón antiguo
En Viña del Mar, cuando el amanecer todavía parece un susurro húmedo entre los techos inclinados y el aroma salobre del Pacífico, Manuel Salgado se despertaba siempre un minuto antes del sonido de su despertador. No importaba si había dormido poco o mucho: algo en el aire, una vibración imperceptible, lo llamaba. Tal vez era el viento del cerro Castillo colándose por la persiana, o el rumor de los buses que subían la subida Ecuador, o quizá el leve murmullo de las cañerías del edificio, que parecían hablarle desde algún lugar más antiguo y profundo que la ciudad misma.
La llamada que cambió la mañana de Manuel
Manuel era gasfiter, uno de los más conocidos entre los pasajes de Recreo y Miraflores. Tenía manos firmes y silenciosas, capaces de escuchar antes de tocar. Durante años creyó que su habilidad era solo resultado de práctica, pero con el tiempo descubrió que había algo más: un tipo de memoria en el metal, en las válvulas, en los ductos, como si los objetos retuvieran pequeñas historias y él fuera el único capaz de oírlas. Nunca lo comentó con nadie, porque ¿quién le creería que cada vez que acercaba el oído a una tubería escuchaba no solo el flujo del gas, sino fragmentos de voces, risas, temores, canciones o despedidas?
Aquel miércoles, mientras el sol apenas insinuaba su luz sobre el mar, Manuel recibió un mensaje de una clienta nueva:
“Señor Salgado, tengo una fuga leve en un calefón antiguo. Soy del sector de Forestal Alto. ¿Podrá venir hoy?”
El hombre leyó el mensaje dos veces. Forestal Alto estaba lejos, pero algo en esas palabras —quizás la manera tímida en que mencionaba el calefón, como si fuera un anciano enfermo— le despertó un interés extraño. Confirmó la visita, se vistió con su chaqueta azul gastada y bajó por calle Etchevers rumbo al metro. El aire tenía ese frescor húmedo, casi eléctrico, que anuncia un día indeciso entre la neblina y el sol.
El viaje hasta Forestal siempre le parecía atravesar no solo la ciudad, sino el tiempo. Desde el centro elegante con terrazas y cafés, el tren avanzaba hacia zonas más altas donde el viento golpeaba distinto, más seco, más vasto. Cuando llegó a la estación, tomó una micro que serpenteó por calles angostas y cerros empinados. Finalmente, se bajó frente a una casa color coral, de ventanas pequeñas y rejas blancas.
La puerta la abrió una mujer de unos cuarenta y tantos, de mirada tranquila y un gesto amable en los labios.
—Usted debe ser don Manuel. Gracias por venir —dijo ella, como si realmente la presencia del gasfiter significara algo más que una reparación.
—Para eso estamos. Muéstreme el calefón —respondió él.
La mujer lo guió por un pasillo cuya luz era tenue pero cálida. En las paredes había fotos antiguas: playas de Viña llenas de sombrillas sesenteras, retratos familiares con miradas serias, imágenes de jardines que no parecían corresponder a ese mismo cerro. Manuel sintió un leve estremecimiento: en cada foto, cada marco, cada sombra, había un sutil latido.
Al llegar al patio interior, vio el calefón. Era un modelo muy antiguo, colgado sobre una pared de azulejos que habían perdido brillo. El metal del aparato parecía cansado, como si hubiera estado guardando un secreto demasiado tiempo.
—Hace unos días comenzó a fallar —explicó la mujer—. Primero el agua tardaba en calentar, luego aparecieron chispazos raros. Ayer sentí olor a gas.
Manuel se acercó con la concentración de un artesano y puso su mano derecha sobre el calefón. Cerró los ojos. Y entonces ocurrió: un suspiro, casi imperceptible, vibró bajo su palma. Era la primera vez que un artefacto respiraba de forma tan clara.
Abrió los ojos y dio dos pasos atrás, sin mostrar alarma para no inquietar a la dueña.
—Está… cargado —murmuró.
—¿Cargado? —preguntó ella.
—Digamos que ha acumulado más calor del que debería —improvisó—. Puede ser una válvula o… algo más complejo.
La mujer asintió, confiando plenamente en él.
El secreto oculto en el calefón antiguo
Mientras abría el panel y comenzaba la revisión técnica, Manuel sintió que algo dentro del calefón pulsaba como un corazón tibio. Cada vez que una herramienta tocaba una pieza, escuchaba ecos: risas secas, pasos rápidos, una voz que repetía una palabra imposible de entender. Era como si el aparato guardara la memoria de quienes habían vivido allí antes.
—Disculpe —dijo él, sin despegar la vista del mecanismo—, ¿hace cuánto tiene este calefón?
—Desde que la casa era de mis padres. Ellos murieron hace varios años.
Manuel no se sorprendió. Aquella energía que sentía venía de antes, de una vida entera cocinando desayunos, calentando duchas, recibiendo manos distintas que abrían y cerraban la llave.
Al desmontar la cámara de combustión, un leve resplandor se encendió dentro, como una brasa viva. Manuel contuvo el aliento. No era gas, no era fuego común: era un brillo casi humano, una pequeña luz palpitante.
—¿Está todo bien? —preguntó la mujer desde atrás.
—Sí, sí. Solo… hay una obstrucción interna —dijo él, tratando de sonar natural.
Tocó la brasa con su herramienta. La luz tembló suavemente, como si le reconociera. Y entonces escuchó un murmullo, un nombre: “Elena…”
Manuel levantó la cabeza.
—¿Elena? —repitió sin pensar.
La mujer abrió los ojos, sorprendida.
—Mi madre se llamaba Elena.
El calefón volvió a emitir ese resplandor tenue. Manuel sintió un nudo en la garganta. A veces, en su oficio, ocurrían cosas extrañas: fugas que parecían llorar, tubos que sonaban como instrumentos, llamas que danzaban con vida propia. Pero nunca un artefacto había retenido el nombre de alguien.
Tomó aire, reorganizó sus herramientas y comenzó una reparación minuciosa. A medida que limpiaba el ducto, la luz se suavizaba. Cuando reemplazó la vieja válvula, la brasa se apagó lentamente, como un último suspiro. No era tristeza: era descanso.
Finalmente, cerró todo y encendió el calefón. La llama cobró un azul firme y estable, como una respiración que encuentra su ritmo.
—Listo —dijo Manuel, limpiándose las manos.
La mujer agradeció con una mirada que contenía más preguntas que palabras. Lo acompañó hasta la puerta y antes de despedirse, le dijo:
—¿Puedo hacerle una pregunta? Cuando mencionó el nombre de mi madre… ¿por qué lo dijo?
Manuel bajó la vista hacia sus manos, esas manos que tantas veces habían sentido más de lo que podían explicar.
—A veces, los objetos guardan recuerdos —dijo con suavidad—. Hoy ese calefón… me contó uno.
La mujer no respondió. Solo asintió con un gesto lento, como quien reconoce una verdad íntima que ya sabía pero nunca se atrevió a nombrar.
Cuando Manuel salió de la casa, el cielo se había despejado y una luz dorada bañaba las laderas del cerro. Caminó unos metros y se detuvo. Sintió que la ciudad misma respiraba con él, que cada casa tenía un corazón escondido, que cada tubería podía contener una historia.
Sonrió apenas. Su oficio —ser gasfiter en Viña del Mar— tenía algo de misterioso, algo que él no elegía, sino que lo elegía a él cada día. Caminó hacia la micro y mientras avanzaba, escuchó un murmullo en el viento. Parecía decir: “Gracias…”
No supo si venía de la casa, del calefón o de algún rincón profundo de la ciudad. Pero lo aceptó. Para Manuel, la magia nunca era un espectáculo: era un susurro escondido en lo cotidiano.
Mientras bajaba entre cerros y calles que parecían flotar sobre el mar, comprendió algo: no todos los fuegos queman. Algunos iluminan. Algunos recuerdan. Y algunos, simplemente, quieren volver a casa.
A veces, los héroes invisibles de la ciudad son los que escuchan el murmullo del gas y del viento: los verdaderos gasfiter en Viña del Mar.
Contenido
Toggle