El canto del agua en Concón

El canto del agua en Concón

En Concón, cuando el viento del Pacífico silba entre los cerros y el olor a algas se mezcla con gas húmedo y sal, vive Esteban Márquez, un gasfiter que aprendió el oficio de su padre. Tenía manos firmes y mirada de alguien que escucha lo invisible: el goteo del tiempo en una llave oxidada, el suspiro que exhalan los calefones cuando se apagan, el pulso tibio de las cañerías bajo los muros.

Una tarde de agosto, el teléfono sonó con la voz temblorosa de una mujer.
—Señor, el agua de mi cocina canta —dijo—. No gotea… canta.

Esteban, acostumbrado a rarezas, cargó su caja de herramientas, subió a su vieja camioneta y manejó por las calles húmedas que bajan hacia Playa Amarilla. El cielo se deshacía en nubes violetas. A lo lejos, los surfistas parecían figuras recortadas en un cuadro antiguo.

La casa era pequeña, con muros color durazno y una enredadera que se aferraba al muro como un recuerdo que no quería soltarse. Lo recibió la dueña, doña Mercedes, una mujer de cabello gris y ojos azules como la espuma.
—Cada noche, el agua entona una melodía —le dijo mientras lo guiaba al fregadero—. No sé si son las cañerías o los fantasmas de mi esposo.

Esteban se arrodilló, encendió su linterna y abrió el mueble. El olor a humedad y a tiempo estancado lo envolvió. Escuchó.
Primero, solo el goteo. Luego, algo más: una nota leve, como el comienzo de una canción de cuna.
El sonido subía por los tubos, vibraba en el metal y se perdía en el aire.

Metió la mano y tocó la llave de paso. Estaba tibia.
No debía estarlo.

Siguió el recorrido del agua por los muros. Cada tornillo, cada unión, parecía tener memoria. Las llaves viejas brillaban por dentro, como si respiraran.
Entonces, mientras cambiaba un flexible, una gota cayó sobre su mano y dejó una pequeña marca luminosa, como una chispa.

—Doña Mercedes… —dijo sin mirarla—. Su casa tiene agua viva.

Ella sonrió sin sorpresa.
—Él siempre decía eso —susurró—. Que el agua guarda las voces. Él era gasfiter también.

El silencio los envolvió. Afuera, el viento golpeó la ventana como si quisiera entrar.

Esteban terminó el trabajo, pero antes de irse se quedó mirando la llave nueva. Cerró el paso y el canto cesó.
Volvió a abrirla y el agua brotó clara, pero con un murmullo suave, casi humano.
Parecía decir gracias.

Esa noche, de regreso a su casa, Esteban sintió que algo lo acompañaba en la caja de herramientas. La abrió: su llave inglesa, la más vieja, brillaba tenuemente. Al tocarla, escuchó una voz. No era suya, ni de su padre, ni de nadie que recordara.
Era la voz del agua.

Le habló sin palabras, en un idioma hecho de vapor y recuerdos. Le pidió que escuchara más allá de los tubos, que atendiera a los suspiros del gas, al latido de los hogares.
Desde entonces, cada vez que repara una fuga o endereza un tubo, siente que el agua lo guía, que las cañerías le cuentan historias de quienes habitan las casas.

Dicen en Concón que si caminas de noche por los pasajes que bajan al mar, puedes oír una melodía que sale de alguna llave olvidada. Es Esteban, el gasfiter en Concón, afinando el corazón de la ciudad con sus manos de fuego y de agua.


A veces, los héroes invisibles de la ciudad son los que escuchan el murmullo del gas y del viento: los verdaderos gasfiter en Concón.

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